Cuando te aventuras a conocer Barranca, no te
deja de llamar la atención la rica tradición oral que tiene el pueblo. Una tierra
donde los fundos y señores feudales proliferaron en los tiempos de los abuelos
de los abuelos y parte del grupo de pueblos pioneros donde la voz de libertad
fuese oída. De esta ciudad en crecimiento se conocen algunos lugares donde el
misticismo de las leyendas y los cuentos de viejas aún proliferan con vehemencia.
Es de ahí de donde tomamos la siguiente historia que algunos llaman un invento
y quienes la vivieron aún sienten erizarse los vellos de sus brazos al
recordarla…
Es la siete de la noche de un vienes
cualquiera, estoy sentando frente a un hombre de apariencia descuidada que
intenta acomodarse en el asiento de cuero que está desocupado en la mesa donde
nos ubicamos. Me ha pedido que guarde silencio en cuanto a revelar su identidad,
pues es por muchos considerado de orate. Desde de mi punto de vista es otro
hombre más, con un pasado enigmático, un porvenir inseguro y un presente que te
genera preguntas por su situación menesterosa actual.
¡Pishito!
Invención de los abuelos, comienza diciendo mientras se toma de un
sorbo media taza de café que ya nos han servido.
El lugar donde se desenvuelve esta historia es
una cueva o caverna de pequeña a las orillas del mar, que la marea cubre en su
totalidad de vez en cuando. Según la tradición era habitada por un chivo
apestoso que podía traer la buena o mala suerte a las mujeres embarazadas, además
todo foráneo que visitase su morada quedaba ligado a estas tierras de por vida.
¡Chocoy!
De
repente me interrumpe mi interlocutor, quién parece haber despertado de un letargo ¡La Universidad de los Burros!, prosigue.
Siempre
he dicho que no soy supersticioso ni creo en fantasmas y espectros. Pero te
puedo jurar que fue en Chocoy donde he vivido de las más extrañas experiencias
de mi vida. Dicho esto, se terminó de un sorbo el restó del
café que le quedada como quien toma valor para hacer una confesión de vida o
muerte. Él se queda mirando un momento a la nada, como quien recuerda los
detalles de un pasado que se le escapa incluso a su propia memoria. Sin
embargo, se recupera rápido y vuelve a brillarle los ojos con añoranza de un
pasado mejor.
Lo que
te voy a contar lo puedes publicar con confianza, pero por nada del mundo debes
hacer mención de mi nombre. Si me propones como autor de esto que te relato la
gente solo dirá “no es más que una locura más de ese orate”. Entonces silencio lo
dice con un ademán extraño que desconozco y traduzco como silencio Chitón dice después.
Todavía
era pipiolo cuando ya sabía beberme mis tragos y divertirme igual que las
personas mayores. Por es que no soy nada ni nadie. Chocoy era uno de los
lugares predilectos para realizar mis aventuras, o mis locuras, como dice la
gente.
En cierta
ocasión se me ocurrió organizar una velada al aire libre, allí, en la
Universidad de los Burros. Dicho sea de paso, ya las había organizado en otros
lugares; en esta el número central sería la “danza de los siete velos”. Para ello
reuní a los más graneadito de mi pandilla y, por cierto, no faltaron unas
cuantas damiselas de mi pueblo. La función comenzó maravillosamente, golpeando
piedras, latas viejas, palos y nuestras voces destempladas. Se inició la danza
de los siete velos y la ya era entrada la noche. Los chicos y las chicas
bailaban y sus toscos movimiento podían apreciarse a través de la hoguera que
nosotros habíamos armado. Me sentía orgulloso de capitanear un grupito de sin
discutir aceptaba mis extravagancias.
Nadie me
dijo que esa noche tendría la más rara de mis visiones, inverosímil y sin
precedentes. De pronto la noche parecía más clara, un zumbido se oía por todo
el lugar, las parejas que bailaban se quedaron estáticas ¡Relámpagos y truenos!
Era el chivo ¡Ahí estaba el chivo de Pishito! Pero el diabólico animal no era
uno de talla normal, era enorme y sus ojos brillaban como si fueran los del mismísimo
demonio.
El negrísimo
animal lanzó un berrido que no sacó del shock inicial, pero que, al mismo tiempo
nos dejó los pelos de punta. Acto seguido el animal se “tiró un gas” tan hediondo
y pestilente que apagó a hoguera. No te puedo contar más de lo que sucedió esa noche
porque caí al suelo y todo se volvió negro. Nunca me había sucedido algo así
antes, por eso al despertar, estaba aturdido. Mis compañeros de parranda me
dijeron que también lo habían visto y temblando íbamos caminando a la
población. Desde aquella vez no volví a organizar una aventura nocturna en
Chocoy ni mucho menos cerca a la cueva de Pishito…
Diciendo esto, se retiro del establecimiento
sin mayor despedida que un asentimiento de cabeza y regalándome una expresión
de agradecimiento.
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