No siempre he vivido en mi tierra natal y les puedo
asegurar que para mi no hay nada mejor que mi querido Puerto Supe. Muchas personas
tienen la extraña creencia de que mi tierra porteña no tiene más historia que
la de los tiempos presentes, lo que es absolutamente falso. Hay tanto que decir
sobre su pasado, sobre su presente y lo que acontece en el ahora. Es que muy
poco se han interesando por investigar esa estupenda y rica realidad que
encierra en cada uno de sus rincones: gracias a la inteligencia, a la
tenacidad, al ingenio y otras buenas cualidades de su gente.
Desde muy niño he sido ferviente amante del mar y conozco
perfectamente ese mar que se abre como un abanico desde mis playas porteñas hacia
un horizonte que parece no límites. Pero no muy lejos de aquel magnifico
terruño y bien pegado a la playa está el Cerro de la Isla. Allí, en sus
entrañas, hay enterrada una llama de oro. ¡De oro de buena ley! Este animalito,
según el decir de mis vecinos, es de tamaño natural y tiene unos lindísimos
ojos de finas y bien labradas piedras preciosas. ¡Imagínese sino habrá
despertado la codicia de muchos extraños y foráneos!
Yo era todavía muy pequeño cuando escuché que algunos
gringos no sé si norteamericanos, alemanes o de algún otro lugar, que para mí
todos los gringos son iguales y los llamo colorados, llegaron a Puerto Supe
para desenterrar la gigante joya. Lo que sucedió con ellos hasta ahora nadie lo
sabe. Lo que si les puedo asegurar es que cuando una noche subieron a la cumbre
con la finalidad, según dijeron, de realizar una sesión de espiritismo, con el
fin de saber exactamente el lugar donde estaba enterrada la mencionada llama o
el llama como Uds. quieran bajaron del cerro echando espuma por la boca, y sin
dudad algunos más muertos que vivos. Los gringos parecían muñecos de cera en
pleno proceso de desintegración o lo que es lo mismo, parecían que se derretían.
Al normalizar su estado de ánimo nada quisieron decir sobre que les había
ocurrido.
¿Qué les ocurrió? ¿Por qué no quisieron hablar sobre ese
asunto? Fueron preguntas que quedaron bien marcadas en mi memoria.
Ya se ha dicho que por aquellos días todavía era un niño. Pese
al miedo que sentía yo pensaba que el héroe de esa aventura podría ser,
justamente yo. Para ello, traté de convencer a algunos de mis amiguitos. con
quienes solíamos pescar desde las orillas de la playa; pero ellos se negaron a
correr tan peligrosa aventura. Por lo demás, el Cerro de La Isla tiene un negro
y profundo boquerón, cuyas fauces miran hacia el mar abierto. Allí, en noches
de luna, sobre todo, se escucha un concierto de lamentos que, al decir de
nuestra buena gente, es el grito de todos aquellos que a nado intentaron llegar
hasta el boquerón. No sé, por alguna razón tuve la impresión que y no iba a
morir. Y todo esto porque se me había puesto en la cabeza de que tan ansiada
llama estaba esperándome dentro de la cueva.
Tan grande fue mi obsesión que, a pesar de la negativa de
todos mis amigos y al miedo que trataban de meterme, resolví nadar hasta ese
lugar. De nada valieron los gritos de mis amigos. Yo sabía que allí las olas
revientan fuerte y que hay peligrosas corrientes que se entrecruzan. Decidí
hacerlo ¡Y lo hice!
¡Oiga, amigo: llegué! Créame que sentí una emoción grande,
una alegría inmensa. Atrás quedaron mis amigos, las olas, el peligro, me olvide
de todo. Mis ojos escudriñaron por entre la luz hasta donde no llega el agua
del mar. Estaba maravillado ¡Claro, la naturaleza es bella! Pero tanta
felicidad iba a terminar en un estremecimiento de terror, cuando mis ojos se
posaron sobre una calavera humana. Después, otra y luego otra, y otra más; y
muchos huesos desparramados por doquier. Sentí ganas de gritar, pero preferí. Callarme.
Me senté sobre una roca, sabía que nadie vendría a auxiliarme. Que me contarían
como un ahogado más. En fin, que terminaría como los dueños de aquellos
esqueletos.
No podría decirles cuanto tiempo había transcurrido. Es cosa
segura que mis gritos y llantos han debido de ser espantosos. Solo puedo
decirles que desperté cuando el sol caía sobre mi cuerpo semidesnudo. A mi lado
estaba un anciano con una barba muy larga y de color subidamente plateada.
“Hijo” – me dijo – “Eres bastante valiente pero demasiado audaz. Deja a la llama de
oro; que se quede allí, en su sitio. Debes saber que la verdadera riqueza está
en el trabajo, cuando hace prósperos a los pueblos”.
No dijo nada más. Me puso la mano sobre mi frente y tuve la
sensación del adormecimiento. Al abrir mis ojos me encontré echado en el suelo,
frente a mi casa. Tal vez Uds. piensan que yo había soñado: pero no fue así.
porque al entrar a mi casa lo primero que noté es que estaban velando mis ropas.
El resto ya se lo pueden suponer. ¿Quién era ese anciano? No lo sé.
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