domingo, 16 de diciembre de 2018

La Isla del Faraon y La Llama de Oro


No siempre he vivido en mi tierra natal y les puedo asegurar que para mi no hay nada mejor que mi querido Puerto Supe. Muchas personas tienen la extraña creencia de que mi tierra porteña no tiene más historia que la de los tiempos presentes, lo que es absolutamente falso. Hay tanto que decir sobre su pasado, sobre su presente y lo que acontece en el ahora. Es que muy poco se han interesando por investigar esa estupenda y rica realidad que encierra en cada uno de sus rincones: gracias a la inteligencia, a la tenacidad, al ingenio y otras buenas cualidades de su gente.

Desde muy niño he sido ferviente amante del mar y conozco perfectamente ese mar que se abre como un abanico desde mis playas porteñas hacia un horizonte que parece no límites. Pero no muy lejos de aquel magnifico terruño y bien pegado a la playa está el Cerro de la Isla. Allí, en sus entrañas, hay enterrada una llama de oro. ¡De oro de buena ley! Este animalito, según el decir de mis vecinos, es de tamaño natural y tiene unos lindísimos ojos de finas y bien labradas piedras preciosas. ¡Imagínese sino habrá despertado la codicia de muchos extraños y foráneos!

Yo era todavía muy pequeño cuando escuché que algunos gringos no sé si norteamericanos, alemanes o de algún otro lugar, que para mí todos los gringos son iguales y los llamo colorados, llegaron a Puerto Supe para desenterrar la gigante joya. Lo que sucedió con ellos hasta ahora nadie lo sabe. Lo que si les puedo asegurar es que cuando una noche subieron a la cumbre con la finalidad, según dijeron, de realizar una sesión de espiritismo, con el fin de saber exactamente el lugar donde estaba enterrada la mencionada llama o el llama como Uds. quieran bajaron del cerro echando espuma por la boca, y sin dudad algunos más muertos que vivos. Los gringos parecían muñecos de cera en pleno proceso de desintegración o lo que es lo mismo, parecían que se derretían. Al normalizar su estado de ánimo nada quisieron decir sobre que les había ocurrido.

¿Qué les ocurrió? ¿Por qué no quisieron hablar sobre ese asunto? Fueron preguntas que quedaron bien marcadas en mi memoria.

Ya se ha dicho que por aquellos días todavía era un niño. Pese al miedo que sentía yo pensaba que el héroe de esa aventura podría ser, justamente yo. Para ello, traté de convencer a algunos de mis amiguitos. con quienes solíamos pescar desde las orillas de la playa; pero ellos se negaron a correr tan peligrosa aventura. Por lo demás, el Cerro de La Isla tiene un negro y profundo boquerón, cuyas fauces miran hacia el mar abierto. Allí, en noches de luna, sobre todo, se escucha un concierto de lamentos que, al decir de nuestra buena gente, es el grito de todos aquellos que a nado intentaron llegar hasta el boquerón. No sé, por alguna razón tuve la impresión que y no iba a morir. Y todo esto porque se me había puesto en la cabeza de que tan ansiada llama estaba esperándome dentro de la cueva.

Tan grande fue mi obsesión que, a pesar de la negativa de todos mis amigos y al miedo que trataban de meterme, resolví nadar hasta ese lugar. De nada valieron los gritos de mis amigos. Yo sabía que allí las olas revientan fuerte y que hay peligrosas corrientes que se entrecruzan. Decidí hacerlo ¡Y lo hice!

¡Oiga, amigo: llegué! Créame que sentí una emoción grande, una alegría inmensa. Atrás quedaron mis amigos, las olas, el peligro, me olvide de todo. Mis ojos escudriñaron por entre la luz hasta donde no llega el agua del mar. Estaba maravillado ¡Claro, la naturaleza es bella! Pero tanta felicidad iba a terminar en un estremecimiento de terror, cuando mis ojos se posaron sobre una calavera humana. Después, otra y luego otra, y otra más; y muchos huesos desparramados por doquier. Sentí ganas de gritar, pero preferí. Callarme. Me senté sobre una roca, sabía que nadie vendría a auxiliarme. Que me contarían como un ahogado más. En fin, que terminaría como los dueños de aquellos esqueletos.

No podría decirles cuanto tiempo había transcurrido. Es cosa segura que mis gritos y llantos han debido de ser espantosos. Solo puedo decirles que desperté cuando el sol caía sobre mi cuerpo semidesnudo. A mi lado estaba un anciano con una barba muy larga y de color subidamente plateada.

“Hijo” – me dijo – “Eres bastante valiente pero demasiado audaz. Deja a la llama de oro; que se quede allí, en su sitio. Debes saber que la verdadera riqueza está en el trabajo, cuando hace prósperos a los pueblos”.

No dijo nada más. Me puso la mano sobre mi frente y tuve la sensación del adormecimiento. Al abrir mis ojos me encontré echado en el suelo, frente a mi casa. Tal vez Uds. piensan que yo había soñado: pero no fue así. porque al entrar a mi casa lo primero que noté es que estaban velando mis ropas. El resto ya se lo pueden suponer. ¿Quién era ese anciano? No lo sé.

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