Juan Quispe, jornalero del fundo “Santa
Catalina” escuchó, bastante sorprendido, el tañido de muchas campanas de timbre
diferente. Modulaban una especie de melodía pretérita y apasionada como salida
de la madre tierra, resuelta en llanto expiatorio e inacabable.
Era una noche de invierno muy fría y
Juan tenía sueño, pero al propio tiempo le picaba el demonio de la curiosidad. El
sonido de las campanas provenía indudablemente de Tuticán, un cerrito de tierra
adosado dentro de uno de los potreros del fundo, a pocos metros de la vía
Panamericana, en el lugar donde hoy se levanta el mercado de productores y el
extremo Sur del AA.HH. “Libertad”. Este montículo de tierra había cobrado fama
entre los pobladores del medio por la frecuente aparición de fantasma que los
enfermaban de puro espanto.
Una madrugada retornaba a su hogar don
Ciriaco Retuerto, medio chispo, de resultas dé una jarana de medio pelo cuando,
vio una gansa con una prole de siete gansitos caminando con su característico
balanceo. Intentó apoderarse de los animales, pero éstos se esfumaron al píe
del cerrito. Se acercó al escondite cuando sintió que el montículo se venía
abajo y tuvo que salir a escape. En otra ocasión tres pobladores que tomaron el
camino a la playa vieron al Tuticán rodeado de tropas con armas y vestimenta
incaicas. Uno del trío con voz ahogada por el terror dijo “son penas” y se
echaron a correr. Los viejos del lugar sostenían que el Tuticán era un cerro
“encantado” y que en las noches de Luna llena y plenilunio se escuchaban coros
de voces como si brotaran de recintos subterráneos y que muchos creían que se
trataban de reuniones de “evangelistas”. Luego repicaban muchas campanas con
tañido limpio como de oro.
El cerrito llamaba la atención popular,
no solo por la aureola de leyenda que lo rodeaba sino por la coloración muerta
y seca de su superficie, similar a la de un resto arqueológico enterrado y
derruido por la acción del tiempo. Abundaban areniscas de procedencia marina y conchitas
de moluscos. El suelo del monumento difería de la tierra obscura y cobriza de
las tierras de cultivo. Cuando uno de los conductores del fundo decidió demoler
la “huaca”, los peones encontraron restos de una sencilla edificación hecha de
adobones como los utilizados en la factura de la fortaleza de Paramonga. Se
supone que Tuticán fue una casa de postas del Imperio Incaico o un almacén de
granos para su oportuna distribución.
Desde el punto más elevado del cerrito
Tuticán se avizoraba un magnifico campo de tiro capaz de bloquear una gran extensión
del ancho camino real. En esa posición un pequeño grupo de gente armada podía
detener y causar serios estragos a un estancamiento mucho mayor que avanzara en
sentido contrario. Allí fue donde, según la tradición oral, un licenciado del
ejército, apellidado Robles, emplazó, bien camuflados, 10 fusileros escogidos
que apresuraron la derrota de los esclavos chinos sublevados contra sus
patrones, terratenientes de la región.
Ahora, de Tuticán solo ha quedado la
leyenda. El propietario parceló el fundo con fines urbanizables, pero el lugar
carecía de los servicios fundamentales de agua, desagüe y alumbrado eléctrico
que desvirtuaron el proyecto de Urbanización semi rural.
Posteriormente se
proyectó levantar, en un área cedida por la comunidad de “Santa Catalina”,
ambientes adecuados para el desarrollo de una terapia rehabilitadora de los
pacientes mentales a través de trabajos agrícolas y artesanales, que nunca
prosperó. Lo propio sucedió con la tentativa de construir un local para
instalar un Instituto Tecnológico Superior.
Al parecer, la leyenda de Tuticán se resiste a desaparecer bajo los cimientos
de cualquier construcción moderna a través del fracaso de cada obra que se
intenta fomentar en sus tierras manteniendo vivo el fantasma mítico de la creencia.
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