¿Quién iba a pensar que, el querido
viejo Supe, como se le llamaba, fuera arrastrado por el lodo y piedras? Que las
torres de sus dos hermosas iglesias, orgullo del pueblo, se fueron al suelo
como un castillo de naipes.
Desde lo alto de las torres se
contemplaba una campiña supana esplendorosa y atractiva, fruto del trabajo
manual del agricultor de la zona. Tenían las iglesias dos sonoras campanas que
cuando las accionaban retumbaban la ciudad con un hermoso y casi dulce sonido
que dejaban a los habitantes felices y con ganas de seguir trabajando por el
bien del pueblo. Se dice también que ellos con el sonido de las campanas vivían
tiempos de paz, armonía y serenidad.
Pero no todo es gloria en la vida, la
naturaleza es la naturaleza y se presenta a veces cuando menos se espera, es la
ley de la vida, en esta tragedia que le estamos contando hay muchos sucesos y
anécdotas. La ambición y la codicia son causas de pesares, lágrimas y hasta la
muerte. Para graficar lo dicho les contaré una anécdota que sucedió por esos
días de tragedia: Don Rudecindo Gamboa, fue un señor que vivía en la campiña de
Supe, tenía como hobby en forma avarienta juntar joyas, dinero, monedas de oro.
Era de los que les daba poco a los trabajadores, y mucho lo que recogía y
guardaba. No se comía un plátano por no botar la cáscara. Todo lo amasaba, lo
guardaba dentro de su casa y no compartía con nadie. Habitaba en un viejo
caserón y sólo se mostraba algo generoso con sus perros que le servían de
guardianes día y noche en su casona. Y no era para menos, él sabía que los
amigos de lo ajeno lo tenían en la línea de mira para asaltarlo, muchos fueron
los intentos de éstos por ingresar y sus perros los hacían correr. Vivía sólo
él y sus perros. Según cuentan don Rudecindo echó de la casa a su señora y su
hija Leonor por “gastar demasiado” y por temor que le estuvieran robando.
Pero una fría mañana don Rudecindo no
salía de su casa, los vecinos se dieron cuenta, lo buscaron y lo encontraron
muerto. Luego de varios días los asesinos fueron capturados, al recluirlos
contaron el crimen, pero juraron ante las autoridades policiales, por todos los
santitos y por sus madres que jamás encontraron el tesoro que buscaban. Se
habían pasado días demoliendo los suelos de la casa y no encontraron nada.
La hija Leonor, lo único que recibió como herencia fue el
caserón, de las riquezas del viejo nada que ver. No había nada. Ella estaba
casada y también heredó la ambición del viejo. Estaba casada con un hombre que
según cuentan era tan ambicioso como ella, y tenían una hijita de nombre
Leonorcita que tenía 9 años.
La vehemencia por encontrar el tesoro
fue tan grande que habían planificado excavaciones en toda la casona. Pero
fueron tantas las excavaciones que terminaron debilitando el inmueble y hubo un
derrumbe bajo tierra de una parte de la casona y sepultó a Leonor y a su esposo
padres de Leonorcita, que quedó huérfana, pero ella si ya no ambicionaba nada
de la fortuna del abuelo, luego cuando la solicitaron en matrimonio le puso
como condición al novio, no intentar nada con relación a la historia del
tesoro, Leonorcita se casó y tuvo una hija que le pusieron de nombre Mercedes,
quien muchos años después heredó la propiedad. La tataranieta había heredado
“la ambición” del abuelo, y con su esposo se obsesionaron por encontrar las
riquezas pues buscaban
y
cavaban la casa de arriba hacia abajo.
En diciembre de 1890, el campo
presentaba un follaje verde natural, matizado con el color de las frutas que ya
iban madurando, la naturaleza florecía, pero en la mente de Mercedes la
situación era distinta, ella soñaba con otra clase de vida, lujos, vestimenta,
piedras preciosas, oro, perfumes, todo eso se imaginaba que tendría si lograba
encontrar el tesoro ¿Cómo lograrlo? Se decía interiormente, así que comenzó con
las excavaciones. Sacaban del caserón puertas, ventanas, no le importaba nada,
sin siquiera darse cuenta que el clima en las afueras estaba cambiando.
Gruesas gotas de lluvias caían en las
tardes de enero de 1891, eso no era normal, pero el ambiente estaba casi
agradable. Mercedes y su esposo parecían no darse cuenta de lo que pasaba en
las afueras, ya habían echado abajo por lo menos la mitad de la casona, cuando
la incertidumbre y el presentimiento de que iba a suceder algo malo se apoderó
de la población.
El martes 20 de enero 1891, el cielo se
puso oscuro extrañamente, y se desató una lluvia a chorros. Pero Mercedes y su
esposo no hacían caso a este fenómeno, seguían afanosamente buscando el tesoro
con más interés que antes. Horas después cesó la lluvia y renació la luz del
sol, la población se sintió más tranquila y todos esperaban que el siguiente
día fuera mejor, eran sólo juegos y esperanza, pues no fue así.
La tarde del miércoles 21, más o menos a
las 3 de la tarde, apareció un viento que parecía silbar con fuerza, como si se
hubiese propuesto reventar los tímpanos de la gente, cayó una lluvia casi como
si los caños estuvieran abiertos y el colmo para rematar la situación: un
huayco. Eso ya fue el acabose... lodo, piedras, muebles, puertas, animales,
cuerpos de trabajadores del campo, todo lo arrasaba el huayco. Apenas se
escuchaban los gemidos y gritos de algunos sobrevivientes que poco a poco se perdían
a la distancia. Todo este fenómeno duró un lapso de dos horas, ya el sol se fue
alejando, cuando el cielo comenzó a oscurecer, un viento fuerte soplaba
anunciando más desastres.
Pero a pesar de esto, Mercedes se
resistía a salir y abandonar la casona, su esposo tuvo que sacarla a la fuerza.
Afortunadamente subieron a un cerro que había frente a su casa, y desde allí
observaban como se desplomaban las paredes, incluso la pared principal tenía
una cornisa muy antigua y ellos no habían podido tumbarla. Al contemplar la
caída de la cornisa, los ojos de Mercedes, se abrieron inconmensurablemente... ¡Oh!
Con asombro vio que al caer la comisa cayeron dos grandes baúles que habían
estado ahí escondidos, en sus entrañas, con el golpe se habían abierto,
cayéndose al barro del huayco oro y joyas del tesoro de su tatarabuelo, sin
duda alguna en esos momentos Mercedes y su esposo no pensaron otra cosa que no
fuese salvar el tesoro y se aventaron desde el cerro al rodante barro que
corría, dando como resultado que Mercedes, el esposo y el tesoro se perdieran
para siempre, al igual que el viejo supe. No quedó nada.
Esta breve historia trágica y anecdótica
tiene 100% de realidad y veracidad, y nos fue contada hace mucho más de 60 años,
por mi padre (Q.E.P.D.) José Núñez Bazalar, a mis hermanos y a mi cuando
nosotros le solicitábamos juguetes. Orgullosamente se aparecía con una capacha
llenas de bolas lecheras y nos decían que eran recuerdo de familiares y que las
habían encontrado enterradas en el viejo Supe.
Esta historia espero que sirva como
ejemplo y reflexión a la juventud de esta hermosa provincia de Barranca. ¡Qué tal miércoles de miércoles!
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