Narra la literatura oral
de Barranca, el verbo del pueblo, los libros no escritos, que hace muchísimos años
en el hoy denominado barrio 9 de diciembre. Había un caminito de herradura,
paralelamente deslizábase una acequia llevando agua para las cementeras de esa
zona y también de Chocoy, aún no nacía la urbanización independencia. La
empresa de bebidas, “La Concordia”, ni el cementerio chino. Nacían y florecían
productos de pan llevar, principalmente camote, fréjol, maíz, yuca, tomate,
papa, ají, culantro; y también, árboles frutales. “¡Qué lindos sembríos! ¡Qué lindos tiempos!”
Los ancianos de aquel
entonces narraban que algunas noches de luna llena solía cabalgar a medianoche
un descabezado ¡Qué miedo! ¡Qué terror!
Aprecia como una luz en
el barrio de Lauriama, siendo su destino el mar, nunca regresaba, desaparecía
entre la espuma chillona del océano.
Era impresionante su
cabalgar sobre una mula marrón, con un apero de plata, y riendas de cuero blanco.
El apuesto jinete usaba un sombrero cenizo y sobre su cuello invisible colgaba
una pañoleta roja. Su poncho era blanco, brillaba como una luna gestante, sus
botas (confeccionadas con cuero de culebra) eran relucientes, siempre estaban bien
lustradas, las espuelas de plata se hundían someramente sobre la panza del
mítico animal.
En una oportunidad, un
regador lugareño al encontrarse frente a frente con él, le dijo: “Buenas noches señor”
No hubo respuesta se quedó
mudo para siempre. Desde aquella vez, lo bautizaron como el “mudo regador”. La
gente huía de él, porque alegaban que su alma se la llevó al diablo. Cuando
murió el infeliz regador, los cargadores argumentaban que no pesaba nada, que
su cadáver era una pluma, por eso lo enterraron rápidamente de cabeza, en forma
vertical, el hoyo era bien profundo, lo hicieron para que la tierra lo tragase,
nunca más querían ver a este personaje diabolizado. Sin embargo, tiempo
después, otros agricultores manifestaban que habían visto al “mudo” regando su
chacra. El espanto cundió sus almas y cambiaron el horario de regadío.
Pero el jinete seguía
esporádicamente su cabalgar. Cierta noche de plenilunio, tres niños, tres
hermanitos, que siempre escuchaban el cuento del jinete sin cabeza; decidieron
verlo. La curiosidad venció al miedo, querían saber si los mayores no mentían.
Planearon su estrategia, y a eso de las 11:30 de la noche, sacaron la tranca de
la puerta y salieron sigilosamente de la casa. El destino era el caminito. Se
escondieron en medio de la enorme planta de laurel ¡Qué valientes! ¡Qué osados!
Agazapaditos,
calladitos, y con los ojos bien abiertos esperaban la exacta mitad de la media
noche, la caída del péndulo vertical a su escondite, el paso del chalán, del
misterioso jinete era el paso del diablo, y llegó la hora ansiada, pero en ese
instante, una enorme culebra negra y brillosa salió de su matorral.
Cruzó el estéreo
caminito. Los tres cuerpitos se estremecieron, en la polvorienta tierra quedó
marcado su grosor. Un zurriagazo había caído sobre el lomo del sendero; en
lontananza ya se dejaba escuchar el tamboreo de unas herraduras. Era la marcha
tétrica de la mula. El trotar de acémila satánica. Los niños se tiñeron de susto, cruzaron las
manos, también las miradas una y mil veces. Sabían perfectamente que no podían
hablar, porque quedarían mudos como su difunto tío.
El quimérico jinete se
iba acercando, metiendo la espuela más y más, los niños se acurrucaron formando
una piedra humana, gélida, helada, congelada, manos y pies sudaban de frío. Tres
corazones empezaron a saltar. Ya estaba muy cerquita. Contuvieron la respiración
y pasó el espectro.
¡Qué impresionante era! ¡Que flacazo era! ¡Qué feo! Seis ojos
asustadizos no parpadearon, con la mirada siguieron al personaje hasta que se
perdió en las olas de Chocoy, donde el mar bramaba. Los niños se habían quedado
estáticos, asustados, pero el regreso de la culebra los interrumpió. Aquella pastosidad,
el reptil se deslizó presurosamente a su nidal, ellos también retornaron a su
covacha. Se acostaron en su tarima. No hablaban, tenían miedo de quedar mudos. Toda
la madrugada lo pasaron en vigilia. Era imposible dormir. Con los párpados caídos
pernoctaron hasta que con el amanecer llegó el sol. Y con él, también la
conversación.
Viste era cierto lo que decían los abuelos:
Oye ¿Estaba limpiecito?
¿Tuvieron miedo, ustedes?
Mis manos sudaban, mis pies también.
Yo sentí agüita en mis llanques.
¿Horrible no?
Oye ¿Y la víbora?
Y se fueron corriendo
al mismo tiempo que decían: “Vamos a
tirarle piedras a su guarida!
Arrojaron muchas
piedras y no salió el animal. Impacientes, dos fueron a traer barretas y
machetes. Cortaron la planta, escarbaron y solo encontraron el pellejo del
ofidio.
El diablo se lo tragó
– dijo uno de ellos.
Sí, se llevó su cuerpo por habérsele cruzado en su camino.
Nosotros nos burlamos del diablo. ¡Yey! ¡Ganamos! ¡Si!
Efectivamente fue una
burla al diablo. El viento llevó la mofa a los oídos del jinete. Este avergonzado,
nunca más regresó. Reinando desde aquel entonces por estos lares mucha
tranquilidad, concordia y paz.
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