Fue un día de terror.
Para colmo de los hechos, la luna mostró esa noche su intenso color plateado,
en su fase culminante. Bien sabemos lo que para muchas personas significa la
luna llena, sobre todo cuando recuerdan al Hombre Lobo, a Drácula y a otros
tantos monstruos que sirven para asustar a los ingenuos.
Nadie recuerda
exactamente la fecha en la que apareció aquel hombre: era alto, fornido,
trigueño; sus ojos negros miraban con impertinente fijeza. Sin embargo, también sabía mirar con
ojos tiernos, cariñosos, con mirada de lobo disfrazado de cordero. Había
construido su choza en los linderos del cerro, en la parte más alta posible. Desde
ahí, dominaba el panorama del valle costeño.
No poseía tierras ni
otras propiedades, nada de valor. Era un solitario, pero no un ermitaño. Acostumbraba
concurrir, todos los sábados y los días de fiesta, a las cantinas campiñeras
para beber ron o cerveza; según las circunstancias.
Bajaba a los
mercadillos para ofrecer sus servicios de “Poderoso brujo” que tenía amistad
con los demonios para hacer el mal y con los ángeles para hacer el bien.
Don Eusebio llegó a ser
temido por aquellos campesinos. Todos lo saludaban con un tono de respeto y de
miedo. Más de lo último sin duda.
Él se dio cuenta del
dominio que tenía sobre sus sencillos vecinos e indudablemente decidió sacar la
mejor partida de aquella situación. Lo malo es que su ambición por obtener
dinero fue cada vez más voraz. Y no sólo eso, comenzó a cometer los más repudiables
abusos que nos podamos imaginar.
Todos le tomaron miedo,
nadie se atrevía levantar la cabeza cuando él le llamaba la atención o cuando
exigía algo. ¿Por qué este hombre había
logrado tan malignas influencias sobre estos pobladores del valle? Fueron
muchas sus hazañas, sus atrocidades diríamos mejor. Poco a poco fue Implantando
el reino del terror, pues nadie se atrevía a denunciarlo.
Una tarde, Patricia
lloraba amargamente, apenas contaba con once años, cuando don Eusebio la habla
sometido a sus brutales apetitos. La madre de la niña estaba pálida, no podía
ni hablar; el padre estaba anonadado. En esto estaban cuando apareció el hijo
mayor de la casa. Al darse cuenta de lo sucedido, sin decir una palabra fue en
busca de don Eusebio. El hombre, bebía ron en una cantina, algunos aspirantes a
brujos deseosos, de conocer sus malas artes lo acompañaban y celebraban sus
malas artes. El joven, sin control de sus emociones, impulsivamente le increpó
su mala, acción y, luego, le aplica un puñetazo en pleno rostro. El brujo se
puso de pie era fuerte y devolvió el puñete en el pecho y antes de que caiga el
joven al suelo, lo tomó por la camisa, arrancó parte de ella. Instantes
después, mientras mostraba la camisa como un trofeo, soltó estruendosa
carcajada y dijo que ya lo tenía en sus manos al joven, que nadie lo podía
salvar, que moriría para irse a los infiernos para siempre.
Pero mientras todo eso
ocurría, alguien observaba los hechos, estaba un poco nervioso, no decía
absolutamente nada, pero en sus adentros pensaba que don Eusebio era un
farsante: un creador de terror sin otras fuerzas que las de sus propias
palabras. Todo eso ya lo había manifestado. Nadie tomó en serio sus palabras. Pero
aun cuando el joven murió cinco días después del incidente. El certificado
médico fue: ataque al corazón.
Desde entonces, los
campesinos le tuvieron más miedo. Nadie osaba mirarlo de frente. Tomaba los
tragos gratis, pedía qué le regalaran papas, ají y, en fin, todo lo que a él se
le antojaba.
Una tarde, mientras
bebía sus tragos de ron, dio a conocer sus deseos de casarse. Dijo que
necesitaba una mujer para que lo atendiese y le diera hijos; que ya tenía
puestos sus ojos en una chiquilla, Beatriz. Se trataba de una flor con quince
primaveras. Sus padres se alarmaron ¿Casar a su hija con ese monstruo? Era un
cargo de conciencia. Él fue a pedirla, quería llevársela a su choza inmediatamente.
Los padres, temblando de miedo, se atrevieron a negar su consentimiento. Furioso,
los amenazó con los demonios. Buscó a la niña, rio la encontró salió gritando
por los polvorientos caminos, maldijo a todos lo que encontraba y los acusaba
de cómplices y que se vengaría de cada uno de ellos.
Para eso contaba con
los muñecos, todos tenían sus dobles en cada muñeco. Recordamos a aquel
joven nervioso que en la cantina había observado los hechos con el hermano
mayor de la jovencita ultrajada. Bien, por esas cosas que tiene el destino, era
él el prometido de Beatriz.
Eusebio lo sabía y por
eso lo llamaba desafiante. Entró a su choza y al poco rato salió con un
costalillo de plástico transparente y comenzó a sacar unos muñequitos dándole a
cada uno el nombre de los vecinos y diciendo que iba a clavarles alfileres para
que murieran en medio de grandes dolores arrastrados por los demonios hacia el
infierno. Los vecinos se encontraban en sus casa temblando, desesperados se
arrodillaban, rezaban pero la voz de Eusebio se dejó escuchar cada vez más profunda
por el valle.
El enamorado de Beatriz
escuchó en silencio, nervioso y sin poder de decisión al llamado del brujo. Él
no le creía, pero le tenía miedo. El hombre era un gigante, con un vozarrón de
todos los diablos. No, pero no es posible que un farsante se valga de tanta
mentira para realizar atropellos. Él era pequeño y delgado; el otro, grueso,
fuerte ¡Un revólver! He aquí la solución. No esperó más. Tenía en sus manos el
revólver. Pensó que tenía que estar sereno. Hizo lo que ya estaba decidido a
hacer. Se enfrentó mirándolo fijamente a los ojos. El otro botaba espuma por la
boca. Metió las manos al bolsillo y sacó un muñequito: "Este eres tú vas a
morir aplastado en mis manos". La respuesta no se hizo esperar: “No te
temo. No creo en tu poder ni en tus muñecos”.
Le apuntaba con el arma,
aunque no tenía la intención de dispararle. Lo que deseaba era demostrar que
nada mágico existía en los muñecos. Sacó un pañuelo y con firme gesto lo arroja
al suelo; lo pisotea con fuerza exclamando: “Tú crees que te tengo miedo. Aquí
te tengo”. Presionando con fuerza el pañuelo con el píe izquierdo.
Eusebio hizo pedazos el
muñeco y lo tiro al suelo “Ya ves. ¡No pasa nada! ¡En cambio yo si te tengo en
mis pies!” repetía su contrincante. Fueron instantes
cruciales para los dos hombres. Eusebio tiró al suelo los pedazos del muñeco
triturado, en sus manos y luego mira al joven que se mantenía firme con el
revólver en la mano. Dio un grito de desesperación y de rabia. Cae al sucio,
suelo y se queda inmóvil. Estaba muerto. Ya era entrada la noche y la luna
iluminaba el cadáver. El silencio que prosigue a la muerte y la libertad reinó
aquella noche en esos campos. El examen de rigor que se le practico al occiso
reveló que la causa de la muerte había sido un ataque cardíaco.
¿Existió en realidad
este hombre? Sí, y fue un perfecto fanfarrón. Un parásito que quiso exprimir
hasta la última gota a los ingenuos campesinos que le rodeaban. También existió
el héroe y existe hasta el presente.
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