Algunos longevos lugareños todavía
nominan al hoy Jirón “Andrés de los Reyes”. Era por entonces un terroso
callejón rural caserío encerrado entre dos largos tapiales de tierra apisonada.
Por esta vía polvorienta transitaban diariamente mansos borricos con sus cargas
de alfalfa, frutas y hortalizas, tropillas de reses destinadas al camal,
trabajadores del campo ocupados en las pequeñas propiedades agrícolas del
lugar. De vez en cuando, jactanciosos jinetes hacían alaraca al arrear sus
caballos entre nubes de polvo.
Un regular curso de aguas corrientes
discurría por las cabeceras de los sembríos asentados a una y otro lado del
callejón. Los propietarios de los minifundios con sus recursos propios
construyeron canaletas de concreto para el ingreso y salida del agua de
regadío. Pero sucedía siempre que el flujo hídrico rebasaba el nivel de los
canales y se desparramaba por el terroso camino formando espejos de agua y una
masa lodosa y maloliente esta permanente humedad favorecía él crecimiento de
toda suerte de gramíneas y del conocido Quebroyo árbol de madera fofa y sin
ninguna utilidad. En los albañales de los potreros,
especialmente, se formaban pequeñas cuevas que servían de lugares de reposo a
filo de mediodía, y de discretos escondites para gentes de malvivir.
Súbitamente la cueva de nuestro relato
cobró una fama tenebrosa. Corrió la voz de haberse convertido en centro de
reunión de los brujos de todo el valle que parecían transformados en animales
horribles y agresivos. “Varios poblanos enfermaron de espanto y fueron
encontrados de bruces arrojando espuma por boca y narices. El zapatero Ruperto Lobatón.
fue corrido por una enorme culebra cascabelera. Otro fue atacado a coces por un
pollino juguetón. Don Francisco Lachira, un señor chacarero, respetable, en la
cuarentena de la edad, que volvía de su chacra tropezó con un cadáver vestido
de negro tendido en la mitad del camino con cuatro velones encendidos. En el
momento que saltaba sobre el cuerpo yerto, el supuesto difunto se Levantó de
súbito. Y lo apuntó con el dedo índice. No espero más Zeño Guillermo y echó a
correr rumbo al sector poblado profiriendo tamaños alaridos”.
Desde entonces la gente tuvo buen
cuidado de transitar por el tétrico callejón después de las siete de la noche,
aún con acompañantes.
Había sin embargo un incrédulo que se
reía de tales infundios. Era el viejo barbón Antero Castril grosero y por
añadidura ateo "Solamente son - dijo - algunos picaros que amedrentan, al
vecindario para encubrir sus fechorías”.
Una tarde el viejo cerró su negocito y
se echó encima un poncho. Debajo de la prenda llevaba una escopeta cargada de
municiones. Llegó al siniestro lugar al oscurecer. No encontró a nadie y después
de una larga espera decidió abandonar el. sitio. Nomás que al partir algún jijuna
le tiró una piedra a la espalda que le dolió bastante.
Dos noches después se
acercó al temido lugar y encontró un pavo enorme que al verlo profirió
horribles graznidos y Lo atacó con el pico y alas. El viejo apuntó al pecho del
ave y disparó abatiéndola. Luego la emprendió a culatazos contra el animal
caído hasta que se oyó un grito humano: “Perdón Don Castrill no me mate Soy […]
y estoy arruinado”.
El eco de la gresca y el precedente del disparo hizo que un
tropel de vecinos y la policía acudieran a la guarida de los brujos. En el
mismo terreno se esclareció el problema y se deslindaron responsabilidad.
El brujo, con su vestimenta de plumas, fue conducido moribundo al hospital donde
felizmente no falleció. Pero desde entonces el lugar es conocido como “Matabrujo”.
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