domingo, 16 de diciembre de 2018

La Carreta Dorada


Esta historia es harto conocida por los nacidos en el siglo pasado. Se dice que hace muchos atrás, cuando los huaqueros solían sacar láminas de oro de la fortaleza de Paramonga, de uno de los cerros que circulan la ciudad, salía a media noche una carreta maldita que sin conductor o animal que la mueva.

Además de estar hecha de oro macizo, se decía que este mítico carruaje portaba una valiosa carga de oro y otros minerales valiosos. El rumor general es que los antiguos pobladores de la zona ocultaron sus tesoros de la invasión española en las huacas dentro de los cerros y encomendaron a seres espirituales del bajo mundo su protección. Los mismo que sacaban a pasear estos tesoros para atraer a los ambiciosos o curiosos, y alimentarse de sus almas.

En los días de luna llena o cuando la cosecha empezaba, el mítico carruaje salía del algún lado del cerro más grande y hacia su camino por sus faldas. Al primer canto del gallo retornaba sobre sus pasos hasta volver a desaparecer en el cerro del que emergía.

Un día, unos señores venidos de la capital, sabiendo de la carreta a través del chisme llevado por locales, se informaron bien por donde solía ser avistada. El plan de los foráneos era seguirla a determinada distancia y saber exactamente donde es que desaparecía. Así, el día en que la luna estaba más grande sobre el cielo, los hombres con palas y picos se propusieron esperar la salida del carruaje.

A media noche, la carreta fue avistada por el más mozuelo del grupo y pronto todos los presentes se alistaron para la vigilia. La carreta empezó su camino en el cerro más empinado y prosiguió su andar recorriendo un total de siete cerros.

Quiénes estaban en el grupo vieron anonadados como las ruedas se movían solas, sin animal que lo ale, y como esta se direccionaba tan bien como si tuviera un chofer invisible que la guiase. El miedo y el pánico se apoderó de los hombres quienes intentaron retirarse; pero, al grito de su líder y un par de palabras soeces para darse valor, siguieron a varios pasos de distancia a la nave.

Alrededor de las cuatro de la mañana, al primer canto del gallo, la carreta regresaba a su escondite junto a la comitiva que intentaba hacerse con el tesoro. Los hombres pudieron ver que la carreta se interno en un caminito muy angosto, que se hacía más difícil de avanzar para los huaqueros que sentían que el aire les faltaba. Terminaron adentrándose en una cueva donde la tierra parecía haber sido removida. El líder los incitó a cavar empezando el mismo a hundir su pala en la tierra. En unos minutos la pudieron desenterrar por completo.

Sin duda los huaqueros estuvieron felices de haber obtenido tamaña cantidad de oro sin mayor esfuerzo y empezaron a celebrar con agua ardiente. Cuando más ensimismados estaban con la celebración que no notaron como la carreta cobró vida y se alejaba de la cueva sin dirección aparente. Para cuando el líder de los huaqueros notó la ausencia de su botín la carreta ya llevaba mucha distancia delante de ellos. Los hombres empezaron a correr tras ella, pero parecía que su botín aumentaba de velocidad cada que estaban cerca de recuperarla.

Al final el mítico carruaje terminó llegando a orillas del mar donde siguió su camino hasta desaparecer en las olas. Algunos dicen que los huaqueros desesperados se internaron en el mar intentando alcanzarla y se ahogaron en el intento, otros que la decepción los llevó al suicidio; la verdad es que nadie puede precisar cual fue el rumbo que tomaron estos hombres codiciosos después que el cuantioso botín se les escapó de las manos. Lo que si se sabe es que después de eso nunca más volvió a ser avistada la carreta dorada y su preciosa carga.

La Leyenda de los Patitos de Oro - Entierro en el Cerro Huacán


Se dice que esta leyenda se repite en los pueblos del norte del Perú, a lo largo de la costa, y que se repite en lugares donde se rumora que existen entierros de piedras preciosas, oro u otros minerales de gran valor. Allá donde la tierra alberga personajes con el corazón ambicioso, estos seres aparecen, para de alguna manera, castigar su ambición. Tal es la historia de este post.

Se dice que en varios cerros de la provincia ha aparecido una pata seguida de varios de sus patitos quienes al parecer pasean de un lugar a otro y de la misma forma que aparecen, desaparecen. Los rumores con el paso de los años han ido en aumento ya que cuando alguno los ha seguido, al doblar alguna esquina o al perderse de vista, la pata con sus patitos desaparece. Y quienes han conseguido seguirla hasta donde desapareció se cuenta que han encontrado con oro a veces escondido a veces enterrado, en el caso de las personas de buen corazón; pues la parte oscura de la leyenda es que muchos se han internado en los cerros, buscándola o siguiéndola, para nunca más volver.

Cerca del cerro Huacán, se ha vislumbrado que de entre los arbustos sale una pata silvestre con sus patitos a pasear. Sus ojos a diferencia de sus similares brillan de manera sobrenatural al igual que sus hermosas plumas en especial de la madre pata. La de los pequeños son de bellas plumas doradas, muchas personas se han topado con este grupo, pero son tan escurridizos que al notar la presencia de alguien muy cercano se esconden entre los arbustos o simplemente se esfuman sin al parecer dejar el menor rastro o ruido. Un día que un campesino trabajaba en su chacra escucho un graznido cercano, al acercarse vio que un patito se había alejado de su grupo y estaba asustado llamando a su madre.

El campesino corrió en su dirección y con ayuda de su sombrero logro atrapar al patito el cual dejo de graznar. Contento por haberlo logrado se dispuso a agarrarlo con mucho cuidado, pero sin separar el sombrero del suelo. Introdujo su mano por una rendija, pero se dio un gran susto cuando sintió en el interior la dureza de una roca o algo similar.

Levanto su sombrero suavemente y se dio con la sorpresa de encontrar una gran pepita de oro macizo con la forma del patito. Entre contento y confundido dejo sus tareas corriendo a su casa a enseñarle a su mujer esta fortuna contándole lo que había pasado.

La mujer emocionada en los días posteriores hizo correr la noticia entre sus vecinos sobre la increíble historia de su esposo. Una historia más en este gran misterio que encierra a los patitos de oro del norte chico del Perú y por el cual las personas siempre están a la expectativa para cazarlos.


El Jinete Sin Cabeza de 9 de Diciembre


Narra la literatura oral de Barranca, el verbo del pueblo, los libros no escritos, que hace muchísimos años en el hoy denominado barrio 9 de diciembre. Había un caminito de herradura, paralelamente deslizábase una acequia llevando agua para las cementeras de esa zona y también de Chocoy, aún no nacía la urbanización independencia. La empresa de bebidas, “La Concordia”, ni el cementerio chino. Nacían y florecían productos de pan llevar, principalmente camote, fréjol, maíz, yuca, tomate, papa, ají, culantro; y también, árboles frutales. “¡Qué lindos sembríos! ¡Qué lindos tiempos!”

Los ancianos de aquel entonces narraban que algunas noches de luna llena solía cabalgar a medianoche un descabezado ¡Qué miedo! ¡Qué terror!

Aprecia como una luz en el barrio de Lauriama, siendo su destino el mar, nunca regresaba, desaparecía entre la espuma chillona del océano.

Era impresionante su cabalgar sobre una mula marrón, con un apero de plata, y riendas de cuero blanco. El apuesto jinete usaba un sombrero cenizo y sobre su cuello invisible colgaba una pañoleta roja. Su poncho era blanco, brillaba como una luna gestante, sus botas (confeccionadas con cuero de culebra) eran relucientes, siempre estaban bien lustradas, las espuelas de plata se hundían someramente sobre la panza del mítico animal.
En una oportunidad, un regador lugareño al encontrarse frente a frente con él, le dijo: “Buenas noches señor”
No hubo respuesta se quedó mudo para siempre. Desde aquella vez, lo bautizaron como el “mudo regador”. La gente huía de él, porque alegaban que su alma se la llevó al diablo. Cuando murió el infeliz regador, los cargadores argumentaban que no pesaba nada, que su cadáver era una pluma, por eso lo enterraron rápidamente de cabeza, en forma vertical, el hoyo era bien profundo, lo hicieron para que la tierra lo tragase, nunca más querían ver a este personaje diabolizado. Sin embargo, tiempo después, otros agricultores manifestaban que habían visto al “mudo” regando su chacra. El espanto cundió sus almas y cambiaron el horario de regadío.

Pero el jinete seguía esporádicamente su cabalgar. Cierta noche de plenilunio, tres niños, tres hermanitos, que siempre escuchaban el cuento del jinete sin cabeza; decidieron verlo. La curiosidad venció al miedo, querían saber si los mayores no mentían. Planearon su estrategia, y a eso de las 11:30 de la noche, sacaron la tranca de la puerta y salieron sigilosamente de la casa. El destino era el caminito. Se escondieron en medio de la enorme planta de laurel ¡Qué valientes! ¡Qué osados!

Agazapaditos, calladitos, y con los ojos bien abiertos esperaban la exacta mitad de la media noche, la caída del péndulo vertical a su escondite, el paso del chalán, del misterioso jinete era el paso del diablo, y llegó la hora ansiada, pero en ese instante, una enorme culebra negra y brillosa salió de su matorral.

Cruzó el estéreo caminito. Los tres cuerpitos se estremecieron, en la polvorienta tierra quedó marcado su grosor. Un zurriagazo había caído sobre el lomo del sendero; en lontananza ya se dejaba escuchar el tamboreo de unas herraduras. Era la marcha tétrica de la mula. El trotar de acémila satánica.  Los niños se tiñeron de susto, cruzaron las manos, también las miradas una y mil veces. Sabían perfectamente que no podían hablar, porque quedarían mudos como su difunto tío.

El quimérico jinete se iba acercando, metiendo la espuela más y más, los niños se acurrucaron formando una piedra humana, gélida, helada, congelada, manos y pies sudaban de frío. Tres corazones empezaron a saltar. Ya estaba muy cerquita. Contuvieron la respiración y pasó el espectro.

¡Qué impresionante era! ¡Que flacazo era! ¡Qué feo!  Seis ojos asustadizos no parpadearon, con la mirada siguieron al personaje hasta que se perdió en las olas de Chocoy, donde el mar bramaba. Los niños se habían quedado estáticos, asustados, pero el regreso de la culebra los interrumpió. Aquella pastosidad, el reptil se deslizó presurosamente a su nidal, ellos también retornaron a su covacha. Se acostaron en su tarima. No hablaban, tenían miedo de quedar mudos. Toda la madrugada lo pasaron en vigilia. Era imposible dormir. Con los párpados caídos pernoctaron hasta que con el amanecer llegó el sol. Y con él, también la conversación.

Viste era cierto lo que decían los abuelos:
Oye ¿Estaba limpiecito?
¿Tuvieron miedo, ustedes?
Mis manos sudaban, mis pies también.
Yo sentí agüita en mis llanques.
¿Horrible no?
Oye ¿Y la víbora?

Y se fueron corriendo al mismo tiempo que decían: “Vamos a tirarle piedras a su guarida!
Arrojaron muchas piedras y no salió el animal. Impacientes, dos fueron a traer barretas y machetes. Cortaron la planta, escarbaron y solo encontraron el pellejo del ofidio.

El diablo se lo tragó – dijo uno de ellos.
Sí, se llevó su cuerpo por habérsele cruzado en su camino.
Nosotros nos burlamos del diablo. ¡Yey! ¡Ganamos! ¡Si!

Efectivamente fue una burla al diablo. El viento llevó la mofa a los oídos del jinete. Este avergonzado, nunca más regresó. Reinando desde aquel entonces por estos lares mucha tranquilidad, concordia y paz.

La Isla del Faraon y La Llama de Oro


No siempre he vivido en mi tierra natal y les puedo asegurar que para mi no hay nada mejor que mi querido Puerto Supe. Muchas personas tienen la extraña creencia de que mi tierra porteña no tiene más historia que la de los tiempos presentes, lo que es absolutamente falso. Hay tanto que decir sobre su pasado, sobre su presente y lo que acontece en el ahora. Es que muy poco se han interesando por investigar esa estupenda y rica realidad que encierra en cada uno de sus rincones: gracias a la inteligencia, a la tenacidad, al ingenio y otras buenas cualidades de su gente.

Desde muy niño he sido ferviente amante del mar y conozco perfectamente ese mar que se abre como un abanico desde mis playas porteñas hacia un horizonte que parece no límites. Pero no muy lejos de aquel magnifico terruño y bien pegado a la playa está el Cerro de la Isla. Allí, en sus entrañas, hay enterrada una llama de oro. ¡De oro de buena ley! Este animalito, según el decir de mis vecinos, es de tamaño natural y tiene unos lindísimos ojos de finas y bien labradas piedras preciosas. ¡Imagínese sino habrá despertado la codicia de muchos extraños y foráneos!

Yo era todavía muy pequeño cuando escuché que algunos gringos no sé si norteamericanos, alemanes o de algún otro lugar, que para mí todos los gringos son iguales y los llamo colorados, llegaron a Puerto Supe para desenterrar la gigante joya. Lo que sucedió con ellos hasta ahora nadie lo sabe. Lo que si les puedo asegurar es que cuando una noche subieron a la cumbre con la finalidad, según dijeron, de realizar una sesión de espiritismo, con el fin de saber exactamente el lugar donde estaba enterrada la mencionada llama o el llama como Uds. quieran bajaron del cerro echando espuma por la boca, y sin dudad algunos más muertos que vivos. Los gringos parecían muñecos de cera en pleno proceso de desintegración o lo que es lo mismo, parecían que se derretían. Al normalizar su estado de ánimo nada quisieron decir sobre que les había ocurrido.

¿Qué les ocurrió? ¿Por qué no quisieron hablar sobre ese asunto? Fueron preguntas que quedaron bien marcadas en mi memoria.

Ya se ha dicho que por aquellos días todavía era un niño. Pese al miedo que sentía yo pensaba que el héroe de esa aventura podría ser, justamente yo. Para ello, traté de convencer a algunos de mis amiguitos. con quienes solíamos pescar desde las orillas de la playa; pero ellos se negaron a correr tan peligrosa aventura. Por lo demás, el Cerro de La Isla tiene un negro y profundo boquerón, cuyas fauces miran hacia el mar abierto. Allí, en noches de luna, sobre todo, se escucha un concierto de lamentos que, al decir de nuestra buena gente, es el grito de todos aquellos que a nado intentaron llegar hasta el boquerón. No sé, por alguna razón tuve la impresión que y no iba a morir. Y todo esto porque se me había puesto en la cabeza de que tan ansiada llama estaba esperándome dentro de la cueva.

Tan grande fue mi obsesión que, a pesar de la negativa de todos mis amigos y al miedo que trataban de meterme, resolví nadar hasta ese lugar. De nada valieron los gritos de mis amigos. Yo sabía que allí las olas revientan fuerte y que hay peligrosas corrientes que se entrecruzan. Decidí hacerlo ¡Y lo hice!

¡Oiga, amigo: llegué! Créame que sentí una emoción grande, una alegría inmensa. Atrás quedaron mis amigos, las olas, el peligro, me olvide de todo. Mis ojos escudriñaron por entre la luz hasta donde no llega el agua del mar. Estaba maravillado ¡Claro, la naturaleza es bella! Pero tanta felicidad iba a terminar en un estremecimiento de terror, cuando mis ojos se posaron sobre una calavera humana. Después, otra y luego otra, y otra más; y muchos huesos desparramados por doquier. Sentí ganas de gritar, pero preferí. Callarme. Me senté sobre una roca, sabía que nadie vendría a auxiliarme. Que me contarían como un ahogado más. En fin, que terminaría como los dueños de aquellos esqueletos.

No podría decirles cuanto tiempo había transcurrido. Es cosa segura que mis gritos y llantos han debido de ser espantosos. Solo puedo decirles que desperté cuando el sol caía sobre mi cuerpo semidesnudo. A mi lado estaba un anciano con una barba muy larga y de color subidamente plateada.

“Hijo” – me dijo – “Eres bastante valiente pero demasiado audaz. Deja a la llama de oro; que se quede allí, en su sitio. Debes saber que la verdadera riqueza está en el trabajo, cuando hace prósperos a los pueblos”.

No dijo nada más. Me puso la mano sobre mi frente y tuve la sensación del adormecimiento. Al abrir mis ojos me encontré echado en el suelo, frente a mi casa. Tal vez Uds. piensan que yo había soñado: pero no fue así. porque al entrar a mi casa lo primero que noté es que estaban velando mis ropas. El resto ya se lo pueden suponer. ¿Quién era ese anciano? No lo sé.

Los Valles del Norte Chico - Puerto Chico Barranca


Puertos Coloniales. –
En la Historia Marítima del Perú, el historiador José Antonio del Busto compila información colonial sobre los puertos peruanos que gozaron de cierto prestigio. Barranca y Huaura aparecen, según el modelo español de fundar poblaciones para extraer la producción local.

Supe y Huacho fueron los puertos naturales de estas villas. Huaura no deja de tener importancia colonial y la sal fue un recurso exageradamente apreciado, aún más allá de la región. Información interesante, ya desde la colonia se llamaba Puerto Chico a la playa de Barranca. Del Busto no da la fuente de esto, pero cita sin embargo a varios que fijaron el ojo productivo en la región. Incluyó referencias a varios lugares, para compararlos entre sí.

Barranca aparece en el primer mapa del Perú. El primer indicio del valle está en la Carta de Diego Méndez, de 1574. que recoge como puerto a “Las Barrancas”, la actual ciudad de Barranca, llamada así por sus acantilados reconocibles desde el mar. Este mapa será reproducido con indicaciones en latín para la cartografía europea, en el Theatrum Orbís Terrarum de 1584, en un grabado de cobre por Abraham Ortelius, empresario holandés y cartógrafo, como parte del mundo americano del Mar del Sur recién descubierto.

El Puertito de Barranca. –
A la sombra de la fortaleza de Paramonga y junto al río Huamán o del Halcón, la Barranca del siglo XVI se especializó en la exportación de trigo, tráfico en el que le tocó rivalizar con Santa y Huaura. Lizárraga escribe al respecto: “Luego entramos en el valle de la Barranca, fertilísimo de trigo y maíz y de tierras muchas y muy gruesas. De aquí se lleva la mayor parte de trigo que en la Ciudad de los Reyes se gasta. Hay en él dos ingenios de azúcar bonísimos; el río es no tan grande como rápido y pedregoso, por lo cual en todo tiempo es dificultoso de pasar. Tiene puente tres leguas arriba a la cual por no ir algunos se han ahogado”.

El judío innominado añade: “Luego se va al río de la Barranca, que está dos leguas de Huarmey y veinte y cuatro de Lima. Cuando este río viene crecido se va a pasar cuatro leguas por arriba al ingenio de doña Bernarda, que es ingenio de azúcar de que se coge mucho por estos nos, y mucho trigo y maíz y otras muchas cosas, y hay por aquí y por junto a la sierra estancias en que viven españoles […] el lugar de la Barranca […] se llama así porque el rio hace barrancas más altas y derechas que murallas”.

Y el Padre Cobo concluye, comentando la exportación triguera del puerto: “Sólo en el puerto de Barranca se embarcan cada año para esta ciudad de Lima de cincuenta a sesenta mil hanegas, que se cogen en los valles de Pativilca, Barranca y Zupí”.
 
La verdad es que desabrigada para las naves, pero abordable para las embarcaciones, la mar no siempre es serena en la bahía. Los pescadores del lugar llamaban a ésta “Puerto Chico”, pero el nombre hoy parece perdido pues no se oye su mención.

Kara y la Ciudad de los Dioses - El Origen de la Ciudadela Caral


Hace aproximadamente 4400 años, surgieron de un soplo divino, seis dioses hermanos, que tenían como misión la creación de una gran civilización. Uno de los dioses llamado "Kara", viajó por los aires como un silbido de ave y vio desde lo alto un valle hermoso, cuya riqueza natural, cautivó el corazón del joven dios.

Una tarde, al ocaso del día, tomando posesión de ese afable y extenso valle, el dios "Kara", levantó sus manos y sopló vida a los cuatro vientos, dando así ofrenda a la Pachamama.

Al amanecer del nuevo día, el dios "Kara", contempló la hermosura del soplo de vida y vio a su pueblo crecer día a día. El dios "Kara" viendo que su pueblo necesitaba organizarse para formar una gran civilización, decidió, crear...

El 1er. día el dios "Kara", comió arcilla de las riberas del río y luego sopló sobre su pueblo, creando así a los artesanos, albañiles y arquitectos.
El 2do. día, comió peces del rió y luego sopló sobre su pueblo, creando así a los pescadores.
El 3er. día, comió la mejor tierra del valle y sopló sobre su pueblo, creando así a los agricultores. El El 4to. día, el dios" Kara ", salió a recorrer su valle y vio que su pueblo marchaba desordenado, pues, necesitaba un líder, entonces, comió su, propio cabello y sopló, creando así a sus "Principales", es decir, a sus líderes, para administrar y guiar al pueblo.
El 5to día, el dios "Kara", salió nuevamente a recorrer el valle y sintió que su pueblo necesitaba espíritu y valor, entonces tomó la pluma de un ave del lugar y cortándose la palma de su mano, bebió de su propia sangre y luego sopló sobre su pueblo, creando así a los sacerdotes, quienes se encargaron da unificar, predecir y celebrar ritos y ceremonias del pueblo.
El 6to. día, vio que a su pueblo le faltaba alegría, y sopló aliento de melodías a su pueblo, creando a los músicos.
El 7mo. día, el dios "Kara", dijo a su pueblo: -"Todos entregarán su trabajo y sus productos a cambio de la protección de los dioses".

Fue así, que este pueblo fue creciendo con sus "Principales”, con sus sacerdotes y sus actividades religiosas, unificando a su pueblo; con sus arquitectos, albañiles y artesanos construyendo pirámides, anfiteatros, templos y residencia; con sus pescadores y agricultores, trabajando para sus dioses y "Principales"; con sus músicos, hilvanando melodías que nacían de flautas, hechas de huesos de aves, que brotaban alegría para sus almas afligidas.

Han pasado aproximadamente 4400 años, y de aquel pueblo del dios "Kara", ha quedado grandes y majestuosos vestigios, y en la actualidad es llamado "Civilización Caral", debido al lugar en que se encuentra, ubicada en el valle de Supe, provincia de Barranca, a 184 km. al norte de Lima, en el área central del Perú. Sabemos también que los otros hermanos dioses formaron grandes civilizaciones en China, India, Mesopotamia y Mesoamérica.

Pero aún, le pregunto al tiempo y al clima, quienes se encargaron de enterrar lo que iniciaron los caraleños ¿Por qué enterrar y ocultar su ciudad?


El Santero del Diablo


Fue un día de terror. Para colmo de los hechos, la luna mostró esa noche su intenso color plateado, en su fase culminante. Bien sabemos lo que para muchas personas significa la luna llena, sobre todo cuando recuerdan al Hombre Lobo, a Drácula y a otros tantos monstruos que sirven para asustar a los ingenuos.

Nadie recuerda exactamente la fecha en la que apareció aquel hombre: era alto, fornido, trigueño; sus ojos negros miraban con impertinente fijeza. Sin embargo, también sabía mirar con ojos tiernos, cariñosos, con mirada de lobo disfrazado de cordero. Había construido su choza en los linderos del cerro, en la parte más alta posible. Desde ahí, dominaba el panorama del valle costeño.

No poseía tierras ni otras propiedades, nada de valor. Era un solitario, pero no un ermitaño. Acostumbraba concurrir, todos los sábados y los días de fiesta, a las cantinas campiñeras para beber ron o cerveza; según las circunstancias.

Bajaba a los mercadillos para ofrecer sus servicios de “Poderoso brujo” que tenía amistad con los demonios para hacer el mal y con los ángeles para hacer el bien.

Don Eusebio llegó a ser temido por aquellos campesinos. Todos lo saludaban con un tono de respeto y de miedo. Más de lo último sin duda.

Él se dio cuenta del dominio que tenía sobre sus sencillos vecinos e indudablemente decidió sacar la mejor partida de aquella situación. Lo malo es que su ambición por obtener dinero fue cada vez más voraz. Y no sólo eso, comenzó a cometer los más repudiables abusos que nos podamos imaginar.

Todos le tomaron miedo, nadie se atrevía levantar la cabeza cuando él le llamaba la atención o cuando exigía algo. ¿Por qué este hombre había logrado tan malignas influencias sobre estos pobladores del valle? Fueron muchas sus hazañas, sus atrocidades diríamos mejor. Poco a poco fue Implantando el reino del terror, pues nadie se atrevía a denunciarlo.

Una tarde, Patricia lloraba amargamente, apenas contaba con once años, cuando don Eusebio la habla sometido a sus brutales apetitos. La madre de la niña estaba pálida, no podía ni hablar; el padre estaba anonadado. En esto estaban cuando apareció el hijo mayor de la casa. Al darse cuenta de lo sucedido, sin decir una palabra fue en busca de don Eusebio. El hombre, bebía ron en una cantina, algunos aspirantes a brujos deseosos, de conocer sus malas artes lo acompañaban y celebraban sus malas artes. El joven, sin control de sus emociones, impulsivamente le increpó su mala, acción y, luego, le aplica un puñetazo en pleno rostro. El brujo se puso de pie era fuerte y devolvió el puñete en el pecho y antes de que caiga el joven al suelo, lo tomó por la camisa, arrancó parte de ella. Instantes después, mientras mostraba la camisa como un trofeo, soltó estruendosa carcajada y dijo que ya lo tenía en sus manos al joven, que nadie lo podía salvar, que moriría para irse a los infiernos para siempre.

Pero mientras todo eso ocurría, alguien observaba los hechos, estaba un poco nervioso, no decía absolutamente nada, pero en sus adentros pensaba que don Eusebio era un farsante: un creador de terror sin otras fuerzas que las de sus propias palabras. Todo eso ya lo había manifestado. Nadie tomó en serio sus palabras. Pero aun cuando el joven murió cinco días después del incidente. El certificado médico fue: ataque al corazón.

Desde entonces, los campesinos le tuvieron más miedo. Nadie osaba mirarlo de frente. Tomaba los tragos gratis, pedía qué le regalaran papas, ají y, en fin, todo lo que a él se le antojaba.

Una tarde, mientras bebía sus tragos de ron, dio a conocer sus deseos de casarse. Dijo que necesitaba una mujer para que lo atendiese y le diera hijos; que ya tenía puestos sus ojos en una chiquilla, Beatriz. Se trataba de una flor con quince primaveras. Sus padres se alarmaron ¿Casar a su hija con ese monstruo? Era un cargo de conciencia. Él fue a pedirla, quería llevársela a su choza inmediatamente. Los padres, temblando de miedo, se atrevieron a negar su consentimiento. Furioso, los amenazó con los demonios. Buscó a la niña, rio la encontró salió gritando por los polvorientos caminos, maldijo a todos lo que encontraba y los acusaba de cómplices y que se vengaría de cada uno de ellos.

Para eso contaba con los muñecos, todos tenían sus dobles en cada muñeco. Recordamos a aquel joven nervioso que en la cantina había observado los hechos con el hermano mayor de la jovencita ultrajada. Bien, por esas cosas que tiene el destino, era él el prometido de Beatriz.

Eusebio lo sabía y por eso lo llamaba desafiante. Entró a su choza y al poco rato salió con un costalillo de plástico transparente y comenzó a sacar unos muñequitos dándole a cada uno el nombre de los vecinos y diciendo que iba a clavarles alfileres para que murieran en medio de grandes dolores arrastrados por los demonios hacia el infierno. Los vecinos se encontraban en sus casa temblando, desesperados se arrodillaban, rezaban pero la voz de Eusebio se dejó escuchar cada vez más profunda por el valle.

El enamorado de Beatriz escuchó en silencio, nervioso y sin poder de decisión al llamado del brujo. Él no le creía, pero le tenía miedo. El hombre era un gigante, con un vozarrón de todos los diablos. No, pero no es posible que un farsante se valga de tanta mentira para realizar atropellos. Él era pequeño y delgado; el otro, grueso, fuerte ¡Un revólver! He aquí la solución. No esperó más. Tenía en sus manos el revólver. Pensó que tenía que estar sereno. Hizo lo que ya estaba decidido a hacer. Se enfrentó mirándolo fijamente a los ojos. El otro botaba espuma por la boca. Metió las manos al bolsillo y sacó un muñequito: "Este eres tú vas a morir aplastado en mis manos". La respuesta no se hizo esperar: “No te temo. No creo en tu poder ni en tus muñecos”.

Le apuntaba con el arma, aunque no tenía la intención de dispararle. Lo que deseaba era demostrar que nada mágico existía en los muñecos. Sacó un pañuelo y con firme gesto lo arroja al suelo; lo pisotea con fuerza exclamando: “Tú crees que te tengo miedo. Aquí te tengo”. Presionando con fuerza el pañuelo con el píe izquierdo.

Eusebio hizo pedazos el muñeco y lo tiro al suelo “Ya ves. ¡No pasa nada! ¡En cambio yo si te tengo en mis pies!” repetía su contrincante. Fueron instantes cruciales para los dos hombres. Eusebio tiró al suelo los pedazos del muñeco triturado, en sus manos y luego mira al joven que se mantenía firme con el revólver en la mano. Dio un grito de desesperación y de rabia. Cae al sucio, suelo y se queda inmóvil. Estaba muerto. Ya era entrada la noche y la luna iluminaba el cadáver. El silencio que prosigue a la muerte y la libertad reinó aquella noche en esos campos. El examen de rigor que se le practico al occiso reveló que la causa de la muerte había sido un ataque cardíaco.

¿Existió en realidad este hombre? Sí, y fue un perfecto fanfarrón. Un parásito que quiso exprimir hasta la última gota a los ingenuos campesinos que le rodeaban. También existió el héroe y existe hasta el presente.